Anulación de pintura del siglo XVII
Elena Vozmediano
Todo cuadro
resulta de una superposición de capas. Desde la imprimación
del soporte al barniz protector, las veladuras, los arrepentimientos,
los repintes en pinturas antiguas... todo forma parte de la obra pictórica
en sus dimensiones física, histórica e icónica. Los
restauradores se enfrentan cada día al dilema de hasta qué
punto su labor ha de destruir para conservar. Josechu Dávila, en
un gesto radical, ha aplicado una última capa blanca, opaca e irreversible,
sobre un retrato barroco, al que ha condenado a la invisibilidad eterna
a la vez que lo preservaba.
A través de instalaciones, pinturas y esculturas, Dávila
ha creado dispositivos que conducen a la duda sobre la propia condición
física o estética de la obra de arte, cuando no directamente
al engaño. Entre sus estrategias figuran las de “sustracción”
y “adición” de contenido a partir de situaciones arquitectónicas
u objetuales previas, la de frustración de las expectativas del
espectador o la de juego con las ideas de autoría/originalidad.
No es la primera vez que el artista se apropia de una obra ajena: ya lo
hizo en Répica hiperrealista de una obra de videoarte, que recreaba
fielmente un montaje experimental, de 1965, del alemán Peter Roehr,
y en 65,5 x 88,5. Rectángulo de pintura clásica, consistente
en la colocación de un retrato femenino atribuido a Goya en posición
horizontal. Esta última pieza está, conceptualmente, en
el origen del proyecto realizado para la Bienal, al igual que otra de
las expuestas en su reciente exposición en la galería Salvador
Díaz de Madrid: 195 x 97. Cuadro tapado y su representación
videográfica, compuesta por un cuadro del propio artista (que sólo
él había visto) recubierto de resina epoxy blanca y por
la proyección de un vídeo que mostraba el aspecto original
de la pintura. En Anulación de pintura del siglo XVII, que ahora
presenta, la dosis de violencia es aún mayor, y “atenta”
contra todas las leyes de la conservación y el estudio de las obras
que están en la base de la historia del arte y de la museografía.
Es una obra que el propio artista ha calificado de “malvada y triste”,
y en la que ha querido implicar al mundo del arte, haciéndolo cómplice
del sacrificio: el acto de “anulación” del cuadro debía
tener lugar en el taller de restauración de un museo, y en presencia
de un restaurador profesional y diversos agentes del arte, que con su
asistencia sancionasen la ceremonia y ratificaran su estatus artístico.
La obra elegida, adquirida a un anticuario para la ocasión, era
un retrato de un Papa, de escuela española y de finales del siglo
XVII o principios del XVIII, de 66 x 50 cm; bastante maltratado, en su
base se podía leer claramente la palabra BORGOÑA, por lo
que se creyó una posible representación de Calixto II, aunque
también podría tratarse de Nicolás II (se adivinaba,
arriba, el final de su nombre latino, LAUS). Tras largas gestiones y primeros
fracasos que nos llevaron a enviar la propuesta, simultáneamente,
a doce museos españoles de arte contemporáneo, tuvimos respuesta
positiva nada menos que de cinco de ellos, que es justo nombrar: Artium,
CAC Málaga, CAAC, CGAC y MUSAC. Dávila, por facilidades
y sintonía, escogió el Artium, donde Javier González
de Durana y todo su equipo le brindaron una acogida entusiasta. El 28
de septiembre, en el taller del museo y bajo la mirada de Pilar Bustinduy,
prestigiosa restauradora y profesora en la Universidad del País
Vasco —que había examinado antes la pintura, datándola
y haciendo observaciones técnicas sobre soporte, materiales y repintes—,
el director, conservadores, personal del museo en calidad de público
artístico y yo misma como crítica de arte, el artista recubrió
cuidadosamente, con lentitud y en silencio litúrgico, el retrato
del Papa borgoñón.
La acción tiene multitud de niveles de lectura, y no ha dejado
de crecer en significación a lo largo de todo el proceso de concepción
y realización. Como procedimiento, el recubrimiento de una composición
previa, ya sea propia —la mayoría de las veces— o ajena,
es algo que los pintores escasos de medios han hecho siempre, lo cual
depara a veces, desde que se inventaron los rayos X, lucrativas sorpresas
a coleccionistas y subastadores. Tal operación comenzaba, lógicamente,
por una nueva capa de base de un color liso, a menudo blanco. Cubrir de
blanco una pintura también fue una práctica habitual en
épocas de iconoclastia, cuando las nuevas autoridades religiosas
se encontraban con edificios sagrados reutilizables sólo a condición
de encalar las inadmisibles pinturas murales o los mosaicos que los decoraban.
En la obra de Josechu Dávila, el hecho de que el efigiado fuera
un Papa expande esta cuestión del control de las imágenes,
que la Iglesia ha detentado durante siglos, decidiendo qué era
lícito y cómo debían representarse los temas religiosos,
lo que equivalió largamente a decidir sobre el conjunto de la representación:
hay algo de revancha en “censurar” a uno de los vicarios de
Cristo, ocultándolo precisamente con el color simbólico
del Papado, el blanco. Este color, por otra parte, se asocia al replanteamiento
que las vanguardias históricas (y en particular Malevich) hacen
del medio pictórico, y el monocromo blanco se identifica con el
“grado cero de la pintura”. En esta misma línea de
cuestionamiento, que va más allá de la imagen a partir del
blanco, se posicionan los ácromos de Manzoni o las pinturas de
bandas blancas de Robert Ryman, a las que, por cierto, recordaba Dávila
en la manera en que aplicó el tóxico clorocaucho (pintura
con la que se pintan las líneas en el asfalto) sobre el retrato
papal.
Pero esta nueva “sustracción de contenido” que efectúa
el artista se acerca quizá más al concepto de iconoclastia
como forma de vandalismo. Es una agresión, desde luego, no guiada
por la demencia ni el fanatismo, sino por el cálculo y la conciencia
de las implicaciones artísticas del acto. En tal sentido y a pesar
de que en un caso hay destrucción y en otro no, cabe relacionarla
con el Erased De Kooning Drawing de Robert Rauschenberg, de 1953, que
puede considerarse una obra en colaboración, ya que el maestro
del expresionismo abstracto no sólo accedió a la petición
del joven Rauschenberg, que le solicitaba un dibujo para hacerlo desaparecer,
sino que eligió uno que fuera a echar de menos y que además
fuera difícil de borrar (le llevó al otro cerca de un mes).
En el caso actual, habría que hablar de una colaboración
forzada, pues no contó con la aprobación del anónimo
artista del XVII. En cualquier caso, a Josechu Dávila le interesaba,
por encima de esto, interactuar con el depósito de tiempo que el
cuadro anulado suponía.
Elena Vozmediano, 2005
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